Érase una vez, en una zona muy fría de alguna sierra de Aragón, una familia que vivía de la agricultura y ganadería. Trabajaban el huerto con ahínco, las gallinas les proveían de huevos y de nuevas clocadas de pollos, se mataba un cerdo, con cuya carne se alimentaban varios meses, y, con la lana de sus ovejas, se tejían sus prendas de abrigo siguiendo el proceso tradicional. Por no tener, no tenían ni reloj. El pastor, en los días soleados, se orientaba bien gracias a una cadena de rocas llamada por todos “la piedra de las horas”. Su uso podéis imaginarlo. Todo pasaba de generación en generación, desapareciendo algunas cosas, para mejorar en otras.
De un lugareño llamado Pepe, con dones para el pastoreo, va esta historia…
De un lugareño llamado Pepe, con dones para el pastoreo, va esta historia…
A Pepe le gustaba seleccionar bien las razas de su ganado, dejando corderas de sus mejores ovejas, y comprando borregos de su agrado. Cuando nacían los corderos se convertía en comadrón si era necesario. Siempre sabía qué hijo tenía cada madre. Si los corderos tenían problemas de digestión los socorría. Cuando estaban pastando y algún cordero balaba, enseguida su madre le contestaba y se reunían rápidamente. Era todo un placer ver lo bien que se reconocían entre todos.
Ya gordos, los llevaba a vender a la feria de un pueblo vecino. Si el año había sido malo, estaban más flacos y sacaba menos dinero. Daba gusto verlo hablar con los tratantes, fuese en reales, pesetas o duros, según la zona de procedencia de los mismos. Se les distinguía bien si eran de Castilla, Valencia o Aragón, pues su atuendo era distinto.
El pastor siempre llevaba su garrote y, en su zurrón, la merienda, que compartía con su compañero de trabajo –el perro-. El animal conocía a la perfección las órdenes de su amo, con la mirada casi se entendían. Solía llevar un pan redondo con tajadas, tortilla o longaniza, y siempre guardaba un trozo de pan para las mansas.
Cuando las ovejas se destetaban, eran ordeñadas para realizar exquisitos manjares: quesos y cuajadas dignos de las mejores mesas y comensales. Era éste motivo de reunión con familiares y vecinos, que se acompañaba con una asadura de patatas y algún chorizo. ¡Que veladas tan agradables aquellas!
El pastor, atento a que sus ovejas no invadieran los pastos ajenos, tiraba alguna piedra, casi siempre mañoso, para alejarlas. Si el peñasco no era certero, la oveja quedaba coja para disgusto del pastor que, muy activo, sacaba sus dotes de curandero. Con lo mejor que encontraba por la casa le entablillaba la pata, y, con el debido reposo, quedaba perfectamente curada.
A veces, por exceso de comida tierna, un animal se hinchaba en el campo peligrando su salud. Pepe hacía de curandero ordeñando una cabra en la cantimplora, para después darle la leche a la oveja, la cual enseguida mejoraba.
Bueno de conformar si era. Que hacía frío se tapaba con la manta, que hacía calor se cubría la cabeza con un sombrero. Si llovía y se mojaba pensaba, “pronto habrá más comida”. Y si el tiempo era seco decía, “así no me mojaré al cruzar el barranco”.
Por las fechas de San Juan, se esquilaban las ovejas para hacerles más llevadero el calor. Había que recoger el vellón[1] en un fardo para venderlo y sacar algún dinero para los gastos que esta tarea ocasionaba, y si sobraba mejor. Recién esquiladas, se procedía al marcado de los animales para su identificación si se mezclaban con otros ganados. El esquilo casi se convertía en una fiesta familiar. Hablando de fiestas la única que el pastor disfrutaba se celebraba el día de San Pedro, fecha aprovechada por los que trabajaban a soldada[2] para cambiar de amo si las circunstancias lo requerían. Ese día el pastor siempre encontraba algún familiar o conocedor del oficio dispuesto a relevarlo.
Por esas fechas más o menos, si la primavera había sido buena, se recogía la hierba segada y seca para el invierno. Ese año ya no tendría que ir “a extremo”[3], que suponía llevar el ganado andando a otras zonas más cálidas. En esta faena, alguien tenía que ayudar al pastor pues la trashumancia no era tarea de uno solo. Más tarde, y si se podía, se desplazaba la familia. Y si no se podía, el pastor, para ahorrar, vivía en el corral con las ovejas, con la única compañía del resto de pastores en las largas veladas.
Pero como la perfección no existe os contaré lo que le aconteció al buen hombre. En una zona de buen pasto denominada “Las Fuentes”, próxima al monte, entonaba una jota mientras el rebaño apacentaba tranquilamente en un día soleado de verano. El perro inmerso en sus andanzas habituales, se dirigió al monte buscando una sombra seguramente. Al momento, regresó éste aullando lastimosamente seguido de una enfadada hembra de jabalí que, con la boca abierta, mostraba sus hermosos colmillos. Tremendo, que así se llamaba el animal, buscaba a su amo, y la jabalina seguía al perro. El pastor, sin saber qué hacer y asustado se subió a un pimpollo[4]. El perro daba vueltas al árbol, y la hembra lo seguía. Del viento que hacían, éste se inclinaba, y el pastor decía con poca autoridad y el miedo metido en el cuerpo: “chucho, chucho”, al tiempo que pensaba: “¡me voy a caer, me voy a caer!”. Toda esta escena teatral era contemplada por un rebaño de extrañadas admiradoras ovejas que coreaban al unísono: “bee, bee”. Perro y pastor se compenetraban tan bien que los dos estaban muertos de miedo.
Quiso la madre naturaleza que la atacante desistiera en la defensa de sus pequeños jabatos para volver apresurada por donde había venido. Pasado el peligro, decidió bajar el pastor de su atalaya haciéndose un pequeño roto en el ya desgastado pantalón. Necesitó un buen rato para reponerse del inesperado contratiempo, y entonces le dijo a Tremendo: “¡qué susto nos hemos llevao”. Y el animal parece que lo entendió porque movía el rabo.
Por las noches, al llegar a la casa, el matrimonio se contaba los sucesos del día: cómo estaban los chicos, y demás asuntos de interés. Pero aquel día el marido no podía contener la risa, por lo que la mujer pensó que se habría llenado la bota del vino bueno por la mañana, o que se habría “encontrao” una cartera llena de dinero, o que habría “conquistao” a alguna moza. Ella así se lo hizo saber, a lo que Pepe respondió: “calla, calla, te lo contaré (…)”.
Toda la noche la pasaron riendo. Primero, porque Pepe no lo podía contar y, después, porque Cristina, que así se llamaba la mujer, no podía callar. Por la mañana al despedirse, la mujer le dio un beso deseando que tuviera buen día. Los vio la vecina que se apresuró en preguntarles que celebraban con tanta alegría. No dudaron en contarle la anécdota, riendo un buen rato los tres. Como de todos es conocido el dicho “secreto de tres descubierto es”. No tardó en enterarse toda la vecindad, pasando el suceso de boca en boca hasta nuestros días para alegrarnos la vida.